(Las que aparecen en los libros, las que manejan algunos de sus protagonistas; aquellas, en definitiva que pueden estimular la conservación, ampliación y conocimiento de la propia, de la de cada cual…Siempre interesantes y ofreciéndonos reflexiones curiosas y útiles, en ocasiones).
“Mi padre era feliz porque la casa disponía de numerosos armarios, espaciosos y profundos, donde podía almacenar los viejos tratados, los libros, los mapas, los manuscritos, todos antiguos y todos rescatados de múltiples traslados y conflictos, de incontables incendios e inundaciones. Había llegado a esa ciudad desconocida con un montón de libros y una abundante progenie, tras haber abandonado su hogar y a sus padres a orillas de un lago fantástico.(…)
Comoquiera que sucediera entre los meandros de ese destino, los libros proporcionaban a mi padre el mayor de los consuelos. Sí, los había salvado de guerras y catástrofes, y ellos le señalaban el camino de la salvación cuando los tiempos se tornaban algo más clementes, aunque continuaran cargados de incertidumbre. Los libros de mi padre aumentaban nuestro círculo familiar. Puedo afirmar que su lectura nos proporcionaba fuerza en los combates contra el tiempo. Cuando era preciso adoptar decisiones vitales para la familia, mi padre pasaba noches enteras removiendo sus libros en busca de una solución. Los mismos libros que le impedían a veces tomar en la vida decisiones rápidas.
En los armarios de nuestra nueva casa, mi padre guardaba toda clase de volúmenes sagrados y científicos, escritos en alfabeto árabe, latino o cirílico. Poseía viejas enciclopedias, obras de astronomía, de historia, de derecho, de historia de las religiones, sin contar los diccionarios, las gramáticas, los mapas y los atlas. Encerrados entre las fronteras siempre móviles y difusas de los Balcanes, los libros ampliaban nuestro espacio, nos transportaban lejos. Los de mi padre ocultaban cierta regla que engendraba un vínculo poco convencional con el orden habitual de las cosas. Contenían nuestra felicidad familiar. De hecho, esos volúmenes habían sido consultados con frecuencia a lo largo del incierto itinerario seguido por nuestra familia.
Mi madre, la pobre, compartía a su manera el cariño de mi padre por sus libros. (…) De este modo, todos los libros de mi padre habían adquirido un carácter sagrado a los ojos de ella, quien nos transmitió ese amor a nosotros, sus hijos.Había llegado a suceder que, durante nuestros desplazamientos en tiempo de guerra, cuando caminábamos a lo largo de las trincheras, utilizáramos libros a modo de cobertor, de almohada o de colchón. Pero cuando nos establecimos en la casa a orillas del río de aguas rápidas y el hambre comenzó a flagelarnos en aquellos tiempos de posguerra, mi padre, falto de sus padres y sin allegados con los que compartir de todo corazón hasta el último mendrugo de pan, sumergido en la perpetua lectura de sus libros, comenzó a asemejarse cada vez más a una suerte de Don Quijote balcánico, incapaz de encontrar una salida para la familia, a cuyas puertas llamaba la penuria con golpes de redoblada intensidad.
Mi madre no podía comprender por qué, en un país extranjero donde su familia estaba echando raíces y debía vivir en adelante, él continuaba permaneciendo solo con sus libros hasta muy avanzada la noche. Cuando penetraba de forma sigilosa en su cuarto de trabajo para servirle el té o llevarle una porción del guiso que había preparado para los niños, ella veía, desplegados de un extremo al otro de la mesa, libros, enciclopedias, atlas, tratados de astronomía, de zoología, de botánica.Contemplaba las imágenes de las mariposas gigantes, de las estrellas, de las cabras que aparecían en las páginas de esos libros, y no alcanzaba a comprender la clase de solución que buscaba con tanta insistencia su marido precisamente en el momento en que faltaban los recursos necesarios para la alimentación de sus hijos. (…)
Mi madre recordaba una de esas noches, en la casa a orillas del lago, cuando mi padre había descubierto en muy antiguos textos constantinopolitanos, escritos a mano, en árabe pero relativos a territorios muy próximos, el lugar donde podía encontrarse un yacimiento de cromo. Él se había esforzado por hacer partícipes de su convencimiento a las autoridades locales, a los ministros e incluso al soberano. Había escrito, enviado cartas, pero nadie le había convocado, nadie le había recibido. No obstante, más tarde, nos contaba mi madre, se emprendieron las excavaciones en ese lugar, sin duda a partir de las notas de mi padre, y comenzó la extracción del mineral…Mi madre nunca hizo una sola mención de este asunto mientras mi padre permaneció con vida. Pero, al verlo absorbido por sus libros mientras, en aquel tiempo de miseria, la muerte llamaba por primera vez a nuestra puerta, ella empezó a temer que acabara sucediendo lo mismo que había sucedido con el mineral de cromo: que él descubriera alguna cosa y fueran otros quienes saborearan los frutos de su descubrimiento. (…)”
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Fragmento copiado por Mariano Coronas del libro “El tiempo de las cabras” de Luan Starova, publicado por Libros del Asteroide en 2008, páginas 36-39
BIBLIOTECAS LITERARIAS (II)
(Es un fragmento de EL LIBRO de Zoran Zivkovic, publicado por 451 editores, Madrid, 2007 Páginas 28, 29 y 30))
No es fácil ser un libro. ( )
Sin embargo, mucho peor es el destino de los pobres que terminan en las bibliotecas. En realidad para ellos sería mejor morir que acabar ahí. Es una de las instituciones más humillantes para un libro. La gente, en su infinita hipocresía, las designan con nombres elevados: templo de la cultura, bastión de la alfabetización, baluarte de la civilización. ¡Hay que ver! Se trata, en realidad, de simples prostíbulos. Sin más. Burdeles. Sólo les falta la luz roja en la entrada. Todo lo demás lo tienen.
Para empezar, prostitutas en abundancia. Algunas pasan en este lugar toda su vida. Llegan muy jóvenes, y si tienen la mala suerte de hacerse populares, pasan por miles de clientes hasta que finalmente se retiran del servicio. Incluso existe una competición para ver qué libro será el más solicitado durante el año. Por supuesto, el vencedor se lleva una placa, a veces reciben incluso una copa. O por lo menos una banda. Mientras le entregan ceremoniosamente este premio, nadie se pregunta por todo lo que ha tenido que pasar el pobre libro para poder recibirlo.
Y ha pasado por un verdadero calvario, porque nadie lo protege. Ni siquiera tiene un proxeneta. En los tiempos antiguos, cuando la relación con el libro solo se podía mantener en la biblioteca y no se lo podía sacar fuera, al menos existía un orden, había guardianes, pero desde que empezaron a prestarlos, a permitir que fueran a las casas, como señoritas de compañía, están abandonados a su propia suerte.
Es cierto, existen reglamentos que prohíben maltratar a los libros, pero no hay que ser ingenuo. ¿Quién en la sociedad humana respeta aún las reglas? E incluso cuando detienen a algún sádico que ha sobrepasado los límites, el castigo es tan insignificante que casi lo anima a seguir con el maltrato.
Las cosas tampoco están mejor respecto a la cobertura sanitaria. Para que el servicio médico, pobremente equipado y preparado, nos haga caso, tenemos que estar completamente mutilados o desfigurados. Y ni siquiera entonces nos brindan una ayuda profesional. Ni hablar de renovarnos o al menos restaurarnos, lo que, ingenuos de nosotros, habríamos esperado. Nada de eso. Se limitan a un remiendo aquí y otro allá, y es que apenas tienen cinta adhesiva, y nos mandan de nuevo al trabajo. Es cierto que ya casi no parecemos libros, pero ¿a quién le importa mientras nos sigan pidiendo en préstamo? Y cuando ya no somos más que unos tullidos, cuando nadie nos quiere, cuando somos completamente inútiles, entonces, en vez de recibir la merecida jubilación, terminamos en la basura, fuera, en la calle. Mejor dicho, en un contendor.
Todo eso, sin embargo, no es tan perjudicial para nuestro orgullo y autoestima como el precio por el que nos prestan. ¡Pero qué digo precio, si es una auténtica ganga, vamos! Sería preferible que nuestros servicios fueran gratuitos antes que entregarnos por esa calderilla. Nos sentimos como hetairas o samaritanas. De este modo, a cualquiera se le puede ocurrir hacerse socio de una biblioteca. El procedimiento no incluye ningún tipo de verificación, el documento de identidad se exige sólo como mera formalidad. No hay inspección higiénica, ningún chequeo médico, ni un examen psiquiátrico del cliente, que en realidad debería ser el primer requisito. No se necesita ningún certificado de ese tipo. Basta con disponer solo de una cantidad con la que en la cafetería de la biblioteca apenas se puede pagar un café, y la puerta del paraíso se abre para todo el año. El lobo feroz tiene acceso libre al corral de las ovejitas.
Es cierto que las circunstancias son un poco mejores en las grandes bibliotecas que presumen de nombres distinguidos: Biblioteca Universitaria, Biblioteca del Congreso, Biblioteca Nacional. En primer lugar, los libros raramente salen prestados de estos establecimientos, y si se trata de prostitución, por lo menos es de alto standing. En estos lugares no nos sentimos como furcias ordinarias, sino como cortesanas respetadas, lo que es una diferencia importante.
También los clientes son mejores, más galantes, más cuidadosos. Gente refinada, educada, a diferencia del inculto populacho con el que tratamos en las bibliotecas de los pueblos y los suburbios de las ciudades. ( )
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(Por EL LIBRO van desfilando todos los que tiene algo que ver con la concepción y vida de un libro, vistos desde el punto de vista del libro Curioso, al menos).
BIBLIOTECAS LITERARIAS (III)
EL INCENDIO DE UN SUEÑO (un poema de Charles Bukowski)
La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles ha sido destruida por las llamas. Aquella biblioteca del centro. Con ella se fue gran parte de mi juventud.
Estaba sentado en uno de aquellos bancos de piedra cuando mi amigo Baldy me preguntó: ¿Vas a alistarte en la brigada Lincoln? Claro, contesté yo.
Pero, al darme cuenta de que yo no era un idealista político ni un intelectual renegué de aquella decisión más tarde.
Yo era un lector entonces que iba de una sala a otra: literatura, filosofía, religión, incluso medicina y geología.
Muy pronto decidí ser escritor, pensaba que sería la salida más fácil y los grandes novelistas no me parecían demasiado difíciles. Tenía más problemas con Hegel y con Kant.
Lo que me fastidiaba de todos ellos es que les llevara tanto lograr decir algo lúcido y/o interesante. Yo creía que en eso los sobrepasaba a todos entonces.
Descubrí dos cosas: a) que la mayoría de los editores creía que todo lo que era aburrido era profundo. b) que yo pasaría décadas enteras viviendo y escribiendo antes de poder plasmar una frase que se aproximara un poco a lo que quería decir.
Entretanto mientras otros iban a la caza de damas, yo iba a la caza de viejos libros, era un bibliófilo, aunque desencantado, y eso y el mundo configuraron mi carácter.
Vivía en una cabaña de contrachapado detrás de una pensión de 3 dólares y medio a la semana sintiéndome un Chatterton metido dentro de una especie de Thomas Wolfe.
Mi principal problema eran los sellos, los sobres, el papel y el vino, mientras el mundo estaba al borde de la Segunda Guerra Mundial. Todavía no me había atrapado lo femenino, era virgen y escribía entre 3 y 5 relatos cada semana y todos me los devolvían, rechazados por el New Yorker, el Harper´s, el Atlantic Monthly.
Había oído que Ford Madox Ford solía empapelar el cuarto de baño con las notas que recibía rechazando sus obras pero yo no tenía cuarto de baño, así que las amontonaba en un cajón y cuando estaba tan lleno que apenas podía abrirlo sacaba todas las notas de rechazo y las tiraba junto con los relatos.
La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles seguía siendo mi hogar y el hogar de muchos otros vagabundos. Discretamente utilizábamos los aseos y a los únicos que echaban de allí era a los que se quedaban dormidos en las mesas de la biblioteca; nadie ronca como un vagabundo a menos que sea alguien con quien estás casado.
Bueno, yo no era realmente un vagabundo, yo tenía tarjeta de biblioteca y sacaba y devolvía libros, montones de libros, siempre hasta el límite de lo permitido: Aldous Huxley, D.H.Lawrence, e.e.cummings, Conrad Airen, Fiador Dos, Dos Passos, Turgénev, Gorka, H.D., Freddi Nietzsche, Schopenhauer, Steinbeck, Hemingway, etc.
Siempre esperaba que la bibliotecaria me dijera: qué buen gusto tiene usted, joven, pero la vieja puta ni siquiera sabía quién era ella, cómo iba a saber quién era yo.
Pero aquellos estantes contenían un enorme tesoro: me permitieron descubrir a los poetas chinos antiguos como Tu Fu y Li Po que son capaces de decir en un verso más que la mayoría en treinta o incluso en cientos. Sherwood Anderson debe de haberlos leído también. También solía sacar y devolver los Cantos y Ezra me ayudó a fortalecer los brazos si no el cerebro.
Maravillos lugar la Biblioteca Pública de Los Ángeles. Fue un hogar para alguien que había tenido un hogar infernal. ARROYOS DEMASIADO ANCHOS PARA SALTARLOS LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO. CONTRAPUNTO. EL CORAZÓN ES UN CAZADOR SOLITARIO.
James Thurber, John Fante, Rabelais de Maupassant. Algunos no me decían nada : Shakespeare, G.B. Shaw, Tolstoi, Robert Frost, F. Scott Fitzgerald. Upton Sinclair me llegaba más que Sinclair Lewis y consideraba a Gogol y a Dreiser tontos de remate. Pero tales juicios provenían más del modo en que un hombre se ve obligado a vivir que de su razón.
La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles muy probablemente evitó que me convirtiera en un suicida, un ladrón de bancos, un tipo que pega a su mujer, un carnicero o un motorista de la policía y, aunque reconozco que puede que alguno sea estupendo, gracias a mi buena suerte y al camino que tenía que recorrer, aquella biblioteca estaba allí cuando yo era joven y buscaba algo a lo que aferrarme y no parecía que hubiera mucho.
Y cuando abrí el periódico y leí la noticia sobre el incendio que había destruido la biblioteca y la mayor parte de lo que en ella había le dije a mi mujer: yo solía pasar horas y horas allí
EL OFICIAL PRUSIANO. EL ATREVIDO MUCHACHO DEL TRAPECIO. TENER Y NO TENER.
NO PUEDES RETORNAR A TU HOGAR.
(Copiado del libro 20 poemas de Charles Bukowski, editorial Mondadori, 1998)
BIBLIOTECAS LITERARIAS (IV)
LAS BIBLIOTECAS DE BAGDAD
En los primeros días de safar del año 635 después de la Hégira, las hordas mongolas, al mando de su adalid Hulagu Jan, entraron en Bagdad montados en sus potros salvajes de la estepa y con las cimitarras desenvainadas. Tras varias jornadas de rapiña y muerte, irrumpieron en la biblioteca del palacio del califa, sacaron todos los libros y los arrojaron al Tigris. En él, la tinta se mezcló con los ríos de sangre derramada por los bagdadíes. Durante días, las aguas bajaron teñidas de color granate en dirección al golfo.
-¿Y no quedó ningún libro en la ciudad?-, pregunta Abdulwahid, recordando que él mismo había visto desaparecer muchos de los libros de la biblioteca de su padre.
– No, no quedó ni un solo ejemplar. Pero no te inquietes, los siguientes califas formaron de nuevo la biblioteca. Y así, más de cien años después, los tártaros, comandados por Tamerlán, aquél que osó arrojar a las llamas el Libro de los Libros, volvieron a arrasarla en dos ocasiones.
– Pero ¿por qué no les gustaban los libros?
-Porque los libros son conocimiento, Abdulwahid. Son el primer camino hacia la libertad. Por esa razón, esos bárbaros conquistadores los destruían. Temían más a los libros que a cualquiera de sus enemigos.
– ¿Y construyeron de nuevo la biblioteca?
– Pues, claro. La historia de nuestro país podría contarse a través de la destrucción y reconstrucción de sus bibliotecas a lo largo de los siglos. Piensa que fue aquí, en las riberas del Tigris y del Éufrates, donde aparecieron los primeros libros de la Humanidad hace más de cinco mil años. Al principio eran unas tablillas de arcilla que los escribas sumerios grababan con un buril. Estos escribas eran una casta privilegiada y sólo ellos tenían derecho a custodiar las tablas, que se consideraban objetos sagrados, poseedoras de poderes mágicos ( )
– Muchos años después, un rey llamado Hammurabi fundó Babilonia. Con él, los libros volvieron a brotar de la arcilla de las riberas del Éufrates y del Tigris. Su palacio fue conocido en el mundo entero por sus jardines colgantes, que eran considerados una de las siete maravillas de la Antigüedad. Pero la verdadera maravilla era su biblioteca y su academia de escribas. Además también fue obra de Hammurabi el primer código de leyes de la historia, que ordenó grabar a unos canteros con sus cinceles en una gran columna de piedra negra. ( )
– ¿Y qué fue de esa biblioteca?
– Una nueva guerra la destruyó. Pero no te preocupes: hubo muchos más reyes amantes de los libros añadió Ibrahim ante el gesto contrariado de Abdulwahid.
– ¿Cuáles fueron?
– Pues Nabucodonosor y otros muchos. Pero ya te hablaré de ellos otro día. La pena es que cada vez que, por la intolerancia y la barbarie de los hombres, se quemaba y destruía una biblioteca, muchas de aquellas tablas únicas se perdían para siempre, convertidas en cenizas que se llevaban las ráfagas del simún. Además de por arena, las dunas del desierto están compuestas por la ceniza arcillosa de todos aquellos libros, Abdulwahid.
Si había algo que Ibrahim amaba más que su trabajo de cartero, eso eran los libros. Tenía pocos, pero para él representaban un oasis de paz ante la cantidad de desgracias que le rodeaban. En los momentos más duros del embargo al que el mundo había sometido a Iraq antes de la guerra, había llorado lágrimas negras como tinta por tener que deshacerse de ellos y malvenderlos. ( )
Al inicio, esta venta le había reportado algunos dinares para ayudar a su maltrecha economía familiar. Pero después, con el expolio de los museos y de las bibliotecas de Bagdad, los precios se vinieron abajo. ( )
La Biblioteca Nacional había sido la primera en caer bajo las garras de los saqueadores, ante la pasividad de los soldados americanos. Al principio, nadie se atrevía a acercarse al edificio lleno de celosías. La estatua de Sadam Husein permanecía aún en pie en la plaza que había delante, a pesar de que su régimen había caído. La imponente imagen del dictador, saludando con una mano y sosteniendo un libro con la otra, parecía intimidar a los asaltantes, que daban vueltas a su alrededor sin saber muy bien qué hacer. Entonces, un mozo ascendió por ella y le colgó una bandera americana a modo de capa. Ese gesto desató una locura colectiva, y la muchedumbre, enfebrecida, asaltó el edificio, llevándose los ejemplares más valiosos y antiguos.
Una semana después llegarían los incendiarios, que, por lo visto, redujeron a cenizas un millón de libros y tablas de arcilla. Por el contrario, no muy lejos de allí, al edificio del Ministerio del Petróleo no accedió ni el primer saqueador; desde el momento en que entraron los americanos en Bagdad fue protegido por una piña de tanques y blindados.
(El cartero de Bagdad, de Marcos S. Calveiro. Zaragoza: Edelvives, 2007. Páginas 75-82)
BIBLIOTECAS LITERARIAS (V)
A continuación, el tío Tito me mostró algunas secciones de su enorme biblioteca. ( )
El tío se orientaba sin problemas en esas habitaciones cuyo tamaño resultaba imposible de calcular. De un cuarto pasabas a otro, y de pronto te encontrabas con un patio interior, con techo de cristal. En las recámaras las estanterías no sólo ocupaban los muros, sino que formaban un laberinto al interior del cuarto, dificultando el paso. Desde una pared nunca podía verse la de enfrente, por culpa de los demasiados libros.
La biblioteca ha sido ordenada en secciones, siguiendo un método bastante extraño. Un letrero con letras rojas indicaba de qué trataban los libros reunidos en esa zona, pero los temas eran muy caprichosos. En esa primera visita copié los siguientes en un cuaderno: Perros chicos, Quesos que apestan pero deleitan, El tigre de Bengala, Mapas del mundo antiguo, Los dientes de las abuelas, Espadas, cuchillos y lanzas, Átomos tontos, Motores que no hacen ruido, Jugo de naranja, Cosas que parecen ratón, Libros negros, Cómo salir del laberinto, La mermelada no es dinero, Flores carnívoras, El pescador y su anzuelo, Accidentes de aviación, Cohetes que no regresaron, Exploradores que nunca se fueron, La significación del silencio, Fútbol de ataque, 1001 salsas de espagueti, Cómo gobernar sin ser presidente.
Ésos parecían los títulos de libros caprichosos; sin embargo, eran nombres de secciones que, de modo muy extraño, agrupaban distintos libros. Por ejemplo, en la sección Exploradores que nunca se fueron, había setenta y dos volúmenes relacionados con ese curioso asunto.
Mi pariente tenía libros de los temas más diversos. Le pregunté si había comprado algunos sobre el koala.
-Deben estar entre los libros de osos contestó-. No sé cuántos son. Dejé de contarlos cuando llegué al número quinientos.
– ¿Y los has leído todos?
– Claro que no. Una biblioteca no es para leerse entera, sino para consultarse. Aquí los libros están por si acaso. He leído toda mi vida, pero hay muchas cosas de las que no sé nada. Lo importante no es tenerlo todo en la cabeza sino saber dónde encontrarlo. La diferencia entre un presumido y un sabio es que el presumido sólo aprecia lo que ya sabe y el sabio busca lo que aún no conoce.
(Juan Villoro El libro salvaje. Ediciones Siruela. Madrid, 2009 Páginas 43-45)